(Dos cosas antes de empezar. De google también me gusta el baratísimo Chromebook que uso para esto: ligero (1 kg), de batería eterna y resistente.
La segunda cosa es que si no sabes por qué llamo «jamón» a las hmong, no has visto Gran Torino y tú te lo pierdes)
Bueno. Al final, los dos días de trekking han quedado en uno y no demasiado duro, salvo por… no me adelanto. Pero ha estado bien no solo lo mucho que he aprendido, sino unos cuantos recuerdos infantiles que me han venido al cabolo. Vamos allá.
En la provincia de Lao Cai, valle de Sapa, no está bien visto aventurarse solo por los senderos. Mientras los hombres trabajan MUY duro en las montañas, talando árboles o en las obras, las mujeres cultivan y descascarillan el arroz, hacen bordados, venden recuerdos o hacen de guías de trekking.
Claro está, lo que para ellas es un paseo habitual, para nosotros es una caminata en toda regla. De hecho, pedí una no demasiado dura porque ando con la rodilla algo averiada (nada, con rodillera no duele, pero no es cosa de liarse en un sendero técnico que… no me adelanto). A las diez de la mañana nos esperaba la guía (que tiene uno de esos nombres que no retienes ni aunque tu vida dependa de ello) con dos amigas, todas de la etnia Hmong. Vete a wikipedia para informarte sobre las etnias de esta parte del país.
Las guías no llevan botas de trekking. Llevan botas de agua y una de las amigas, ni eso: chanclas del chino y ya. Nosotros, una joven pareja de franceses, Léopoldine (en homenaje a Víctor Hugo), Alex y yo equipados como para cazar tigres.
La cosa se pone jodida a los pocos minutos cuando nos encontramos una trocha no muy difícil pero resbaladiza como la madre que la parió. Las muchachas caminan como si estuvieran en el Mercadona, incluyendo esta, que iba con su ninio:

Ya la véis, con el bebé y una bolsa de plástico. Pues bueno, en el sendero he empezado a preocuparme seriamente por mi equilibrio. De hecho, me he caído tres veces. Tres. Sobre el puto fango que se pegaba a las botas hasta convertirlas en adoquines. Con las tres Hmong todas sonrientes y pregutando Are you OK? cada cinco minutos. Al final he tenido que decirles que tranquis, que lo estaba pasando bien, que soy de natural sudoroso pero que sí, que OK.
En todo caso, el descenso ha sido infernal:

Para que os hagáis una idea, es esa línea marrón que tenemos al fondo. Un largo tobogán fangoso en el que necesitabas 40.000 ojos para dar cada paso. Tú, claro, porque las muchachas Hmong descendían cual gráciles bailarinas.
¿Para qué te pegas esa paliza, Pipe?
Bueno, paliza no ha sido salvo esa parte. El resto era sendero y/o pista pavimentada con poco desnivel. Con paisajes acojonantes:


y, sobre todo, mucha vida local. Aquí casi todos viven en aldeas. Estamos en Ta Ván (no en Lao Chai, que está algo más arriba) y la vida se hace literalmente al borde de los caminos. Salvo las más recónditas (una de ellas hogar de nuestra guía). todas tienen al menos guardería y cada pocas ellas, escuela elemental e instituto. Es un país comunista, aunque no lo parezca, y sí tiene un especial cuidado en facilitar la educación y de paso el trabajo. Las mujeres se casan a los dieciséis o diecisiete, tienen hijos de inmediato y no están las cosas para quedarse en casa hasta que cicatriza la episiotomía. Así que dejan a los nens en la guarde, llevan a la espalda a los más chinorris, y se buscan la vida,
Y ahí es donde entran las amigas. Al final del sendero infernal, toca comprar. Y si te han acompañado, ayudado y hasta regalado un caballito hecho con juncos, ¿cómo no vas a comprar algo? Además venden cosas bonitas, regateas a desgana (5.000 dongs son 20 putos céntimos) y cuentas con la relativa protección de la guía, que llegado un momento, te dice que no con la cabeza, siempre sonriente.

Lo que venden son mayormente artesanía textil. Bordan sobre tejido de cáñamo telas, bolsos, carteritas… las niñas hacen pulseritas y las regalan o las venden (y cómo vas a regatear a una niña los cuarenta céntimos que te pide por la pulsera…)
Por cierto, respecto al cáñamo. Sí, lo fuman en unas pipas de bambú. No. No lo he probado, pero he olido un cogollito y, bueno.., no pasaría la aprobación de los expertos en el fumeteo de marijuana.
Es el tipo de vida que ha vivido la generación anterior a la mía.
Digresión: cuando era muy muy chinorri sufrí una tos ferina que aconsejó mi marcha durante algunas semanas a Fuenlabrada de los Montes, mi pueblo (sí, nací y soy catalán, pero adoro Fuenlabrada).
Bueno, pues esto no resultaría extraño a alguien que haya vivido en un pueblo hace digamos 50 años: los pollos andan sueltos por las calles, como los patos, los cerdos (qué feos son los cerdos vietnamitas, joder) y los búfalos, que son sus vacas. Niños a cascoporro, de todas las edades y que parecen dejaos de la mano de dios, pero no, mujeres paseando y hablando a voces de un lado al otro del camino…
Solo dos cosas cambian: el omnipresente internet, todo el mundo lleva Samsungs, Huaweis o iPhones, en todas partes hay conexión, y las motos. Miles de motos en la que transportan cualquier cosa que os podáis imaginar: troncos de tres metros, rollos de tubería de goma (el agua corriente es un depósito alimentado por esas tuberías), trastos de albañilería, familias enteras…
Como véis, no estamos tan lejos.
Vale, ¿qué has comido?
Sí. Eso no puede faltar. Hemos comido en el camino, en un restaurante. A medida que entras en esto, te das cuenta de que has estado pagando caro, porque hoy he comido cojonudamente:

Fideos con búfalo y vegetales. El plato, 2 euros. La cerveza, menos de un euro. En total, 70.000 dongs.
¿Y ahora?
Pues la casera nos invita (pagando) a una cena familiar. Hará algo con setas, verduras y carne. Mañana no tengo plan y algo haré. Y os lo contaré.ç
Adiositoooooooo…